martes, 25 de octubre de 2011

CRONOLOGÍA DE LA INFAMIA


ETA presupuestó su sueño allá por el año 58 y pasó el monto resultante al gobierno español: independencia, anexión de territorios… La factura era clara y detallada, no dejaba lugar a equívocos. Explicaba además que tal necesidad se derivaba de un viejo contencioso político con España y Francia, al que llamaron el problema vasco.

Primero la dictadura y más tarde los sucesivos gobiernos de la democracia no han querido entender que lo que la organización terrorista presentaba era el resultado de un problema para ellos resuelto y ante el que no cabían, ni caben, ambigüedades. Se acepta o se rechaza. Lejos de ello y no sé si por inocencia o deseo de obviar lo obvio, autoridades, opinión pública y publicada hemos ido ensayando soluciones manejando tan criminal asunto como si de verdad se tratase de un problema, olvidando que es un resultado. Las secuelas de ese error han sido terribles, casi un millar de asesinados, decenas de secuestrados, miles de heridos, cientos de miles de ciudadanos vascos condenados al exilio. Inoperancia en suma y desafecto hacia quienes sentían en sus carnes el rítmico y sangriento golpear en la exigencia de la banda.

Este es el error en su vertiente más benévola aunque no menos dolorosa. Lo es, porque era ver como después de cada muerto se abrían dos periodos claramente diferenciados que se expresaban en las calles, en las portadas de los diarios, en las aperturas de informativos y en las tertulias radiofónicas. Primero el de la indignación y la rabia, dureza mal expresada. Al que seguía otro infinitamente más perverso, el de la interpretación del atentado, el de la búsqueda de soluciones en un entorno comprensivo hacia los asesinos. En ese momento se ponía en duda hasta la débil respuesta del Estado de Derecho ­-personificada en la acción siempre discutida y bajo sospecha de guardias civiles, policías y jueces- para, a continuación, palabrear magníficos y hasta el absurdo sobre la necesidad de negociar, de mostrarnos generosos, de contemporizar, de crear espacios de entendimiento, de ese problema que no es sino resultado, convertido ahora en coartada, la que nos ha permitido ser una y otra vez yunque bajo la maza del terror.

Esto que digo rige para los últimos años de su acción criminal, porque anteriormente y más concretamente en el final de la dictadura y primeros años de la andadura democrática, ni esa bastarda atención merecían los muertos, se les hacía sencillamente invisibles, después de ser desmemoriados de urgencia en un hospital militar y remitidos a los cementerios de sus ciudades natales. O se les enterraba en algún pueblo o ciudad vasca sin comitiva y bajo la miserable vergüenza de una culpabilidad que se expresaba en un escueto y perverso: “Algo habrá hecho”.

En la perversión de esta tragedia ETA y su resultado han ido teniendo diversas utilidades, todas ellas cáusticas para el libre desarrollo de nuestra sociedad, que van desde dificultar en extremo la modernización del Ejército y los Cuerpos de Seguridad, pasando por sucios episodios de terrorismo de estado e inoperancia del Estado de Derecho. Sin olvidar el impune aprovechamiento que de ella ha hecho el PNV, que le ha permitido, cuando más alejado desde el eclecticismo y la equidistancia, ir tutelando el desarrollo autonómico de esa Comunidad, uniéndolo fatalmente a la capacidad de extorsión de la banda.

De la cronicidad de ETA somos, por tanto, responsables todos, también Francia que lejos de combatirla le brindó impunidad en su territorio durante muchos años.

Los gobiernos democráticos, amparados en su indiscutible legitimidad y su superioridad ética y en atención a su responsabilidad, debieron hacer uso desde el primer momento de los instrumentos que el Estado de Derecho ponía en sus manos, de modo que no hubiese espacios para la impunidad; acabando, como más tarde se hizo, con todas las expresiones del terror: partidos políticos, sindicatos, prensa, locales de ocio y todo aquello que les permitiera financiar su criminal actividad. Y el desenmascaramiento ante Europa y el mundo de su verdadero carácter terrorista y totalitario. Evitando así el atajo de la tortura y el terrorismo de estado y acabando de una vez por todas con la sensación de desbordamiento que se producía en el seno de la sociedad vasca y española, responsables últimas de esa indolente monomanía de ir buscando soluciones para un problema que no es, repito, sino resultado.

Por su parte, tanto el PNV como los ciudadanos vascos debieron hacer algo más que salir a la calle a pedir primero más metralletas y más muertos y a rogarles más tarde que se disolviesen. Debieron oponerse abiertamente a ellos si era esa su intención, y si era la de estar con ellos salir con ellos a la calle. Cualquier cosa en vez de dejar pudrir el conflicto en los cadáveres de tantos hombres y mujeres que pudieron no ser neutrales pero que jamás dejaron de ser inocentes.

A día de hoy y en indiscutible prueba de que los totalitarismos se tocan, duele vernos celebrando el parte final de a la masacre en boca de un trío de terroristas, que repiten una y otra vez: “ETA ha decidido…” Para que no nos quepa duda de que esa es su voluntad y su decisión y no la nuestra. Comunicado que recuerda mucho aquel otro de Franco al final de la guerra y con el que tomó posesión del País: “Cautivo y desarmado, el ejército rojo…”

Así se escribe la infamia, de la mano de un infamante puñado de palabras que vienen a perdonarnos la vida para imponernos una paz que nace como la ola de crímenes que la precedió de su voluntad.

No obstante, y atendiendo a la feria de bastardos intereses políticos en que nos movemos y en que se mueve el más elemental principio de justicia, no cabe sino felicitarnos por este inevitable giro de 360º grados que nos sitúa como es lógico en el punto de partida: ETA y su resultado.

Observo con decepción que ante su voluntad expresada de no asesinarnos volvemos a decaer en absurdos análisis políticos, en la necesidad de adelgazar hasta hacer imperceptible el Estado de Derecho, en retomarnos de algún modo en la cauta desmemoria de las víctimas.

Nos debemos a una responsabilidad aún no abordada, la de construir un Estado moderno y eficaz, en el que estén aquellos que quieran hacerlo, para que de verdad brille la dignidad, la solidaridad y la justicia y en ella la democracia. Para que todos rememos en el mismo sentido, el de la unidad en aras de nuestro futuro. Ese es el comunicado que me haría salir a la calle a celebrarlo, porque en ese momento no estaría aplaudiendo la sucia imposición de ningún ser autoritario sino la limpia y serena voluntad de mi pueblo.

miércoles, 19 de octubre de 2011

EL ALBA DE LA DUQUESA



La mujer que acumula más nombres, títulos nobiliarios, tierras, terruños, palacios y cortijos se ha casado con Don Alfonso Díez, funcionario de carrera, buscando, sospecho, la seguridad que da el disponer en tan desmedido hogar de un esposo que a día de hoy disfruta de un puesto de trabajo fijo, descansado y bien remunerado. En fin, que la Duquesa ha dado el “calzoncillazo” del siglo, y no al contrario como muchos mal pensados quieren ver, invirtiendo el orden de los intereses. Llegando a la injuriante conclusión de que la profesión de anticuario de un hermano de Don Alfonso haya tenido algo que ver en la elección de éste, como si la de Alba fuese esa codiciada reliquia con la que todo coleccionista sueña.

Muchas son, al margen de esta maledicencia, las elucubraciones que el noviazgo y feliz casamiento han merecido a lo largo y ancho de la geografía de éste su patrimonio, es decir, España. Hay quien gusta enfocarlo por el lado romántico, otros advierten en tal decisión un rasgo de rebeldía propio del espíritu juvenil e indomable de la dama. No son pocos los que se decantan, como ya he dicho, por el del puro interés del varón. Y algunos, que de todo hay, en un insano dejarse llevar por su mala entraña se deslizan entre lo senil de Doña Cayetana y una supuesta parafilia del novio.

Yo, por el contrario, me decanto por una relación que habla de la indiscutible madurez de la Duquesa que en un sabio asentar la cabeza ha ido a elegir entre cientos de posibles candidatos a aquel que mayor seguridad puede aportar a tan vasta propiedad. Algo que no merma en absoluto el desenfreno amoroso y el apasionado idilio a que aboca el amor a los amantes.

Afirma dramático algún que otro poetastro de lo aristocrático: “Cuando el mundo se hunde, esta sabia mujer se lo pone por montera”. Y no mienten, ella que viene de una familia de probada fama en el arte de saber situarse en la historia ha decidido incorporar a su patrimonio el valor seguro de un funcionario, especie protegida en un mundo en el que impera la desprotección laboral. Ese ser cotidiano en el extraordinario de poder acudir todas las mañanas a su puesto de trabajo sin temor a que se haya venido abajo el chiringuito. En fin, que efectivamente percibe el hundimiento y ante él reacciona cabal, estirpe obliga, y lejos de amilanarse reclama para sí el último de nuestros patrimonios públicos: el proletario de la intendencia social, el paleta de la administración pública, el sostenedor de la burocracia, el hacedor del milagro de llenar los muchos y regios edificios que albergan las sedes de nuestra gobernanza. En una palabra, a día de hoy, un igual, porque él en su humilde condición de plumilla pertenece a la grey que habita después de la desposada en más palacios, palacetes, casonas y caserones.

En fin, que se han casado dos grandes de España, escenificando no sé muy bien si el sepelio de ésta o el amanecer de un nuevo orden, ese en que los nobles se emparejan con los escribientes para poner a su nombre lo que reste, en la que será sin duda la almoneda de rancias antigüedades más importantes de nuestra reciente historia.

Pero el pueblo soberano no se ha echado a la calle con el ánimo de restablecer el orden perturbado, sino para embeberse como buen vasallo con la última “campechanada” de la “señorita”. Absurda debilidad que llevó a sentenciar a mi mujer viendo el alborozo que producía entre prensa y súbditos una de esas bajadas de nuestro Rey a la cotidianidad del populacho: “Nos desvivimos por convertirlos en seres extraordinarios para luego aplaudirlos en lo ordinario”. Y es cierto, los colmamos de títulos, tratamientos y cuanto rancio abalorio existe en materia aristocrática en la insana idea de endiosarlos, de convertirlos en intocables, para luego exigirlos lisos y llanos en el trato: quien lo entienda que lo compre.

De hecho a día de hoy se oye exclamar con admiración en mercados y parlamentos refiriéndose a tan insigne casamiento: “Se casó como una más”. Y es cierto, ocurre que lo asombroso es que nos sorprenda, cómo se iba a casar, a caso como una menos, no señor. Se ha casado como lo que es, una mujer enamorada. Otra cosa es la propiedad, las propiedades, la oportunidad y las oportunidades. De todos modos a ella esto no le suena a nuevo, ni le va a inquietar, está acostumbrada a saberse perdonar por boca de terceros que no han dudado en tildarla de comunista siendo como es la primera entre los terratenientes, y en esa ficticia condición marxista legítima dueña de mitad del país. Eso en la esfera del progresismo. En lo que respecta a los conservadores le ha sido y es suficiente recitar como un mantra sus ciento y un nombres y sus mil y un títulos nobiliarios, esos que le conceden derecho de propiedad sobre innumerables posesiones rústicas y urbanas y las de aquellos que las habitan y trabajan.

Y ahora que ha tomado posesión de un funcionario qué decir, pues eso, que es baja y llana, pero no tonta, sólo faltaría, aunque me temo que eso de pura mala intención que tenemos nadie se lo va a echar en cara sino al bueno de Alfonso, hombre objeto de deseo en todas sus vertientes.


domingo, 2 de octubre de 2011

GUERRA DE DIOS PAZ DEL DIABLO


“En un lugar de la Mancha”, así debió comenzar su discurso el presidente de la Autoridad Palestina ante la ONU, porque así lo merece la quijotada que su petición exige. Pero me temo que no era esa su intención, aunque sí lo sea la causa que ese teatro esconde, el sufrimiento de su pueblo. Pide Abás ser un Estado cuando lo que denuncia el rostro del sacrificio es ser patria, territorio, espacio al fin. Clama por lo que único que le es permitido ser y no es más por razones endógenas y consustanciales con la propia naturaleza del conflicto que por la voluntad de Israel.

La oportunidad la marca el discurrir de la “primavera árabe” y cataclismos geopolíticos de diversa índole que le llevan a imaginar debilidades capaces de forzar el reconocimiento. De ahí que eligiera para su discurso la sentida queja, la apelación a la conciencia, cuando lo que exige el conflicto es arrojo y no lamento, acción decidida en aras de forjar una voluntad, esta sí, palestina, capaz de permitirles ver el conflicto en su exacta dimensión: la de ellos, sin intromisiones envenenadas, y basada en la inexcusable necesidad de tener que convivir con los judíos de los que, a día de hoy, sólo los separa el hecho de un dios improbable y una fe indomable.

Judíos y palestinos merecen otro destino que el de ser punta de lanza entre Oriente y Occidente, más le valiera, por tanto, la guerra de una convivencia posible que desangrarse en aras de una paz imposible.