martes, 14 de febrero de 2012

DEL AMOR Y LAS CARTAS



Las cartas de amor, las cartas de sueños, las cartas de amistad y también las de compromiso. Las cartas de la baraja de cartas de los sentidos y también las de los tratados de derecho, todas las cartas de esta vida a la carta, se han muerto de tristeza.

Los carteros arrastran hoy por el barrio con desgana de viento otoñal esos horribles carritos amarillos que han sustituido a sus entrañables e inconfundibles carteras de cuero. Carritos repletos de banalidades comerciales, y vanas cartas de directores de cualquier tinglado económico. Cartas, cortas hasta más allá del desafecto, como ese saludo de indiferencia que nos cruzamos de acera a acera, o extensas como un testamento, donde te cuentan que eres por una suerte de estúpidas mentiras, un elegido, en potencia, millonario. Cartas en sobres abiertos que nada temen, pues nada de valor guardan, sin intimidad, pues nada íntimo contienen, nada que no pueda ser más mentira que la mentira que realmente son. Cartas que son para uno, sólo porque alguien escribió tu nombre en el sobre. Cartas sin alas ni besos. Cartas que hieren los corazones y te dejan un profundo vacío en lo más hondo del alma.

Los buzones se llenan de telarañas extraviados en sombrías esquinas, parques vacios y frías avenidas. Los personajes de los sellos bostezan en el último cajón de los estancos, y los coleccionistas se mueren por uno de mariposas, con matasellos de un país exótico.

Las cartas, como los niños, se entretienen por el camino, y son además, melancólicas y soñadoras, y en ser han perdido la batalla y posiblemente también la guerra. Esperar es hoy un crimen, en medio de esta criminal prisa que asesina la vida, esa vida que es mucho más dulce y calma en la espera que en la vorágine de la inmediatez y la urgencia. Y es que es la paciencia quien finalmente templa el alma y equilibra los sentidos hasta la cumbre de ese horizonte donde afloran los sentimientos.

Con las cartas se pierde el olor de la tinta, el íntimo susurro de la pluma y su sentido a la hora de desgranar pasiones. Se pierde aquel jugar a escribir palabras por detrás de las palabras. Y se pierde también el tacto vivo de las manos que acarician el papel y lo doblan con mimo, las siluetas de carmín de los labios que buscan besar, los juego de fragancias amigas, las huellas de las lágrimas que la ausencia derrama, y todo ese universo de vestigios ciertos de existencia al otro lado del papel.

Hoy, colgados del móvil y el portátil todos somos carteros, todos carta, destino y destinatario de un decir que nos asombra más por lo versátil e innovador del sistema, que por aquello que realmente se dice.

Son los tiempos que son, y son los mejores, pues otros no hay, pero cabe preguntarse, ¿son acaso por ello buenos? Hemos ganado tiempo a un tiempo que nosotros mismos nos hemos impuesto y ello nos enorgullece. Quizá la meta de nuestra civilización sea exactamente esa, la de derrotarnos continuamente en nombre de un progreso que nos hace sentirnos grandes en la medida de nuestro propio ideal de grandeza. Quizás la medicina que más nos cura de esta enfermedad sin cura en que hemos convertido la vida, sea justamente esa, la de imaginar que avanzamos en medio de la marea de la vida y su ritmo de cósmicos acordes.

Cada día nos mostramos más sofisticados, es cierto, pero no mejores. Pero eso a quien le importa.

El gusano cruza la manzana devorando voraz la fresca pulpa que le da energía y con ella vida, cualquier camino es su camino, pero sólo tiene acceso a uno. Puede variar de dirección cuantas veces quiera sin que ello le salve de ese inexorable destino. Así nosotros, por más que nos empeñemos en tomar propiedad de todos y estar en todo.

Hoy estas ideas hay que escribirlas en cartas sin remite y mandarlas a todos los carteros del mundo, porque, los zares sobran, pero no los correos. Como tampoco sobra el romántico mensaje que mece su fortuna en la botella que navega a la deriva, o en el vuelo de esa paloma que surca el cielo, o en el domado cuero del saco de un afable cartero de barrio.

Quisiera que me escribieran cartas desde todos los pueblos del mundo, cartas en las que me contasen lo que no me cuentan las pantallas, ni saben pronunciar las antenas. Cartas que respiren, giman y suspiren. Cartas que sepan gritar lo que callan y callar lo que gritan. Cartas que se puedan oler. Cartas que al leerlas sienta pronunciar en ellas algo más que palabras. Cartas escritas a mano, la mano que moldea y da vida a la idea y razón de ser a los más íntimos de nuestros sentimientos.

Cartas en las que no nos pidamos nada, en las que no nos vendamos nada, ni tratemos de ser ingeniosos, ni brillantes, cartas en las que simplemente nos contemos esas esenciales ocurrencias que nos rondan por la cabeza a modo de metáfora. Que nos escribamos por el simple placer de escribirnos, de comunicarnos, de saber que existimos, y para que nuestro mundo sepa que al margen de la televisión y los ordenadores, al margen de las estadísticas y los sueños de progreso vivimos hombres y mujeres que tenemos cosas que decirnos, que podemos decir cosas, que tenemos derecho a recobrar el valor de las palabras y en ellas el lirismo innato de la vida.

Creo honestamente que quien como yo cuenta con el privilegio de que le permitan contar lo que piensa, debe, tiene el deber inexcusable de ponerse a disposición de esos potenciales lectores para leer lo que ellos tienen que decir, lo que ellos piensan de la vida y de las cosas de la vida. Y más, si con ello ponemos a salvo algo tan hermoso como las cartas.

Prometo contestarlas todas cumpliendo con el ritual de las auténticas cartas. Cartas que salgan de nuestras manos como las caricias y los abrazos, que viajen como nosotros en los mismos barcos, en los mismos trenes y aviones, y que como nosotros tarden, y cuando lleguen toquen de alguna manera en nuestras puertas. Cartas, en definitiva, con las que restablecer la magia allí donde nunca debió ser expulsada, del sentido de lo que se dice. Tenemos que volver a decirnos, aunque tarde, porque ya se sabe, más vale tarde que nunca.