lunes, 30 de abril de 2012

CIVISMO Y TRAICIÓN


      Como si hubiesen eructado en la mesa, defecado en la vía pública o quemado una papelera. Como si su delito no hubiese ido más allá de transgredir alguna norma de urbanidad y buena educación. En esa frecuencia se busca sintonizar, a favor de la impunidad, a los asesinos de ETA, invitándolos a que se sumen a unos cursos de civismo que promueve el gobierno bajo la severa exigencia de que desvinculen de la banda y prometan no reincidir. 
     Las víctimas del terrorismo se podrán quejar de haber sido sometidas a toda suerte de vilezas pero respeto a la infamia de la traición no deben quejarse porque por todos han sido sobradamente traicionadas.
      La estrategia seguida es una desvergüenza y una burla a la sociedad y a la democracia, y más cuando no hace mucho ese mismo partido tildaba de traidor al ex presidente Zapatero por adoptar medidas similares, apoyando además las movilizaciones de las asociaciones de víctimas. Las calles, parece ser, están para ser quemadas a conveniencia de los interés de partido en su tarea de copar el gobierno. 
     Zapatero se justificaba con el mantra de la “pazzz”, Uds. no se justifican, entiendo que lo hacen por la faz, porque hay que tenerla muy dura para dar semejante giro y sostener que nada ha cambiado en su política antiterrorista. Disponen Uds. de formación cívica pero su concepción del civismo se ha tornado estrategia política. Tienen también vergüenza, faltaría más, ocurre que no la frecuentan.

martes, 10 de abril de 2012

PRIMAVERAL PEREZA



“No existe pasión más poderosa
que la pasión de la pereza”.
Samuel Beckett.

En la marea de vivos colores con que inunda la primavera los campos, jardines y espíritus, florece gris como el aliento, gris digo, por lo indefinido de su esencia, la magnánima y mansa flor de la pereza. Ramillete de indolentes decaimientos para ese catártico fin que demanda la inconsciencia.
Curiosamente, cuando la tierra se conjura en tan sublime esfuerzo, se abisma el ser humano en las nebulosas regiones del ensueño, y allí donde va escoltado por un paisaje multicolor, se le percibe gris y ahuecado, como si en vez de carne y hueso fuese de algodón. Es más, como si no perteneciese a este mundo, o en verdad sobrease sobre la faz de la tierra, y tal orfandad no le inquietase.
La primavera nos ausenta, nos extravía, nos desdibuja en el campo y en la ciudad, para llevarnos a un lugar cuyo nombre y ubicación guarda en celoso secreto. Un lugar al que nosotros, consumados nominalistas, le llamamos pereza. Silencioso paraje al que en venganza por su férreo mutismo insultamos adjudicándole despectivas acepciones y atribuyéndole los más infames vicios. Sin percatarnos de que en tan ignominiosa acción no estamos sino insultándonos a nosotros mismos, clamando contra nuestra propia esencia y conciencia, más próximas a ese arcano que a la geografía explorada de nuestra visceral naturaleza.
La pereza es, como he dicho, una voluntad inexplorada ante la que me declaro agnóstico, en la medida que trasciende la mera experiencia. Porque, todos sabemos pronunciarla, pero, sabemos de verdad definirla en lo profundo, en lo verdaderamente sustancial de su esencia. Entiendo que no, porque una cosa es: la desgana, la tardanza, la flojedad, la indolencia y hasta la indiferencia, y otra muy distinta es la primaveral pereza, esa fuerza que sublima los espíritus movilizándolos en un afán alejado de esa lógica social que nos pudre y confunde, pero que encarna, por más que duela, el alma de nuestro actual sentido existencial.
La primaveral pereza es un acto de íntima soledad a través del cual el ser humano se retoma en el punto exacto que de él demanda su naturaleza, tanto en lo físico como en lo anímico, y como ya he dicho, para un fin que sólo conoce ese certero, aunque denostado instrumento de orientación que nos asiste y al que llamamos inconsciencia. Nada nos guía con más acierto y perfección hacía nuestro origen, que ella, en la medida que encarna en nosotros la esencia viva del universo del que provinimos. Sólo ella conoce el secreto del caos y el perverso efecto que el orden ejerce sobre él, en el nombre de la necesidad. Necesidad que no es sino el lapso de corrección de los ritmos cósmicos en el imposible acto de detenerse que precede a su lógica e inmediata destrucción. Eso somos, eso es todo lo creado, la infinita reiteración de un error eternamente corregido.
El hombre, hecho a imagen y semejanza de la necesidad que impone el orden, abomina de la pereza, al percibirla como el principio del fin, cuando no es sino el fin que da principio al todo. El sumo acto de restitución a nuestra verdadera y universal materia.
La pereza es un laberinto sin senderos que se bifurcan, ni encierra tampoco cabal entrada y salida, somos nosotros los que, apremiados por nuestra postrera necesidad, los trazamos a la par que la dotamos de su lógica entrada y salida. No tiene tampoco sentido, somos nosotros, consumados necesitados los que nos esforzamos hasta el absurdo por dárselo, por dotarla de razón para que quepa en nuestros sentimientos y adquiera consistencia en nuestros sentidos. No goza tampoco de razón, porque la razón no sino una mera y enfermiza secuela de la necesidad del orden que fatiga en lo existencial al hombre. Puro formulismo en lo social, que sólo a él, social por costumbre, aqueja: tengo razón, la razón me asiste, nuestra razón, las razones, en fin, de un mundo imperfecto que nace, paradoja de paradojas, de la misma razón, y que, por tanto, hasta en su sinrazón a la razón se debe.
La perezosa primavera conmueve nuestro ser desbordándolo del asfixiante corsé social que lo oprime para derramarnos generosos por los amplios espacios de la vida. Es, por tanto, una fiesta, la fiesta por antonomasia, en la que se fundirán un día todos los actos sagrados con que cada credo saluda y honra hoy a sus falsos dioses. Que lo sepan los sacerdotes de todas las iglesias y los chamanes de todas las tribus.
Yo, más perezoso que primaveral, os convoco a la fiesta de los sentidos a que nos invita la pereza. Dejémonos caer, en esa feliz celebración, sobre las verdes y floridas llanuras, que orlen nuestras cabezas nutridos corros de margaritas, y vuelen libres los pinceles de nuestra imaginación sobre los blancos lienzos de las panzudas nubes que presiden el manso cielo que nos alumbra.
No debemos olvidar que la pereza no es, como sostiene la iglesia, un pecado capital sino capital como el pecado.