domingo, 27 de mayo de 2012

EL ESTADO DEL BIENESTAR




      En el ámbito social se debería hablar más que de un justo reparto de una justa redistribución, que es muy distinto.  Repartir implica en este espacio dar de aquello que nosotros tenemos a quienes no tienen, lo que sin dejar de representar una magnífica disciplina para nuestros ambiciosos y avarientos espíritus, puede conducirnos a cierto grado de injusticia, puesto que puede darse el caso que, personas hormiga tengan que alimentar a personas cigarra, lo que no está bien, en la esfera claro está de la previsión y de la administración de los propios recursos.  Porque en lo que se refiere a la forma de entender la vida cada uno debe hacer de su capa un sayo, siempre que sea suya la capa y también el sayo, lo que no es justo, es que unos vivamos de otros en función de una supuesta justicia social que nada tiene que ver con el verdadero ideal de justicia.
      Por eso entiendo que es bueno hablar en general de redistribuir, es decir, que la riqueza circule oxigenando por igual al tejido social, en proporciones que permitan a unos y a otros llevar una vida digna, que no una indignidad de vida. 
      Porque si el estado del bienestar es comprar un piso hipotecándote para una vida y unos segundos,  el bienestar deja de serlo para ser una pesadilla que no nos deja ni estar.  Y ahí entra en juego el sacrificio, esa especie de cilicio con el que debemos torturarnos para hacer de este injusto estado de cosas un mal nombrado estado del bienestar.
     Si vamos tirando con el dinerillo que nos dan los abuelos y padres, que con tanto sacrificio y privaciones han ido juntando, no estamos sino defraudando la verdadera justicia social en favor de los de siempre.  Puesto que lo lógico es que, llegados a una edad, cada uno pueda hacer frente a sus necesidades vitales con sus propios medios de subsistencia, obtenidos de su trabajo y esfuerzo.  Provisiones que han de venir de quienes explotan los recursos naturales y manejan el mundo laboral.  Es decir, de la justa redistribución de la riqueza, sólo así se puede construir un mundo más justo, en el que todos vivamos de verdad mejor.
     Pero quién desea poner en práctica tal disciplina: nadie. Porque no vivimos los unos para los otros como se debiera, sino los unos contra los otros.  Porque nos sentimos grandes y poderosos, cuando no somos sino ruines y miserables, porque nos imaginamos inteligentes, cuando no somos sino meros especuladores capaces de robarle la caridad a un mendigo.
      Esa nefasta disposición que nace con nosotros, lejos de limarse a favor de la solidaridad y la justicia con mayúsculas, se potencia, se afila y refina en la larga etapa educativa, para que el cruzarle el corazón a los demás no nos labre sino una honorable reputación.  Así aprendemos a robar sin armas, sensación de abuso o sentido de culpa. De ese modo nos hacemos especialistas en cultivar injusticias que son premiadas y elogiadas en magnas aulas de universidades y en suntuosos actos sociales.
      Hoy vivimos en un mundo donde todo tiene, eso sí, un nombre que suena a las mil maravillas,  tanto que no hay quien se atreva a gritar llamándole a las cosas por su verdadero nombre.  Y no lo hacemos porque nos de miedo, porque tememos que si lo hacemos se rompa el encanto y nosotros mismos descubramos que también vamos por el mundo no desnudos como nos pretendemos  sino vestidos con todas las injusticias que podemos, y con la esperanza de copar unas cuantas más.  Pero no ver no significa que las cosas no existan, que no estén ahí, mirándonos y viviéndonos con todo el descaro del mundo, mientras nosotros con nuestras esperanzas de mejorar en este paraíso de las oportunidades dolosas nos saludamos cada mañana, con unos buenos días que ya ha fijado presa en el corazón de alguien que como nosotros habita también en la esperanza de un mundo no mejor, sino mejorado para él.
     Qué hace la juventud frente a los trabajos basura, frente a la especulación con la vivienda, frente a la corrupción, nada, absolutamente nada lejos de la algarada en pro partido o ideología en vías de comercializar. Y no lo hace porque no hay en su seno una clase dirigente verdaderamente independiente, capaz de liderar al margen de los poderes establecidos un verdadero cambio.  Sino que esos jóvenes que se comprometen lo hacen pensando ya en comercializar sus capacidades de liderazgo en el seno de los viejos partidos y sus rancias ideologías, de los sindicatos, de las empresas, en fín, que combaten ya en su guerra particular, sin importarle en exceso la general.


martes, 15 de mayo de 2012

EQUIPO MINISTRO CON CARTERA



      Un ministro observado en la distancia no merece mayor atención, bien pudiera ser tropa de funeraria o rezagado de pelotón de boda, acaso sólo un advenedizo en el arte de seducir. Pero si nos aproximamos a él podemos observar todo un catálogo de prendas que son a la postre quienes le confieren el carácter institucional que lo hace digno del cargo y cargo de dignidad.
Tomemos al azar un ministro, de cualquier ramo, qué más da, el equipo es similar. Que sea eso sí de los de cartera, dan más juego en el arcano de esa vacía obviedad que los distingue.
Comencemos pues por ella: la cartera, preferentemente de cuero bovino, tintado en negro, más serio y fácil de combinar con el variado vestuario ministerial. Una cartera formal que lleva tatuada en la solapa de cierre, a fuego de oro falso, el escudo de España y el nombre del ministerio correspondiente.
      El complemento puede semejar baladí, dado que no la mueven sino el día del relevo, pero que vale su peso en oro, pues es ella, aún más que el juramente del cargo ante el Rey, quien de verdad confiere autoridad al ministro. De ahí el nada inocente ritual de la entrega, acto en el que podemos visualizar como el ministro/a saliente  entrega al ministro/a entrante el símbolo de su cargo: la cartera. Durante la dictadura era frecuente que en los relevos de altos cargo se intercambiaran varas, las del poder, ahora son carteras, las de poder.
      La cartera en cuestión soporta, al margen de ese aciago simbolismo, una potente carga sentimental y artística que nada tiene que envidiar a la autoridad a la que sirve. No en vano procede de un animal al que le fueron dispensados los cuidados del ganadero, la firme mano del matarife, la diestra mano del desollador, la sabia mano del curtidor y por último la artística mano del guarnicionero. Muchas manos de voluntad frente a las manos involuntarias del partido y las  largas manos del líder que ha dado forma a quien la porta.
       Centrémonos ahora en el traje, de la mejor tela y por supuesto de marca, vista o solo arrope porque lo que importa realmente es que esas discutibles bondades salten a la vista. Y es que hoy un hombre bien vestido no es aquel a quien mejor le sienta el traje sino aquel que más ha pagado por él.
Ha de ser además un traje de una sola puesta, porque no es propio repetir en hombres de tantos posibles: los de todos. Un traje, digo, que sea orgullo y consuelo de los administrados en su faenar desarrapado. No cabe pensar que un ministro del reino, vistiese funda de currito en un país que ha hecho del traje la vestimenta nacional.
     La camisa y la corbata siempre a juego con él, dando juego, y siempre pares en el precio y la confección.
      La pluma, no cabe bolígrafo, de prestigiosa marca, a poder ser de diseño y de noble metal allí por donde sangra. No hemos de olvidar que en caballeros de esta caballería equivale a la lanza, pues es con ella con la que rubrican sus aventuras y nos desventuran cuando yerran.
      El coche oficial, de riguroso negro y de esas marcas que se dicen “premium”, por supuesto el más alto de gama, equipado con las últimas innovaciones tecnológicas en materia de seguridad y confort. Preferentemente blindados, para sentirse libres de todo mal, porque pese a que un ministro es un ser comunitario, siempre hay quien no lo ve así y a lo peor le da por dañarlo. Lo hacen con el mobiliario urbano que les es útil, por qué no lo habían de hacer con un ministro al que no le hallan utilidad.
Un vehículo potente y capaz de ir y venir siempre a toda velocidad, porque un ministro es un ser ocupado, que digo, un superhombre al que la maquina le ha de socorrer en la consecución de ese don que no le fue concedido, el de la ubicuidad. Qué ministro sería ese que no tuviese prisa, que fuese y viniese calmoso de inauguración en inauguración, no sería serio, claro qué no, parecería que no tiene otra cosa que hace, y es esa debilidad en que no debe caer porque un ministro puede no tener utilidad y hasta no ser útil pero siempre tiene algo que hacer.
     Y ya en su horizonte, visible o no visible pero siempre presente, el regio edificio ministerial. A ser posible palacete o cuando menos de construcción antigua. Lógicamente de noble piedra y labrada fachada. Un edificio capaz de albergar no sólo al ministro, sino a su vasta progenie administrativa, insigne tropa de plumillas encargados de llenar de contenido al ser ministro en sí y a su ministerio.
Un edificio entero para ese fin sin principio podría antojarse, a ojos de un ciudadano desinformado, innecesario, pero no lo es, un ministro sin edificio no guarda simetría con el carácter acaparador de la administración. Porque ésta para ser ha de tener necesariamente sede, sino con qué sedar a los administrados en las pardas horas de desesperanza. Hasta para ir a protestar se hace necesaria. Dónde ir sino en los vertiginosos raptos de rabia a saciar nuestro apetito de venganza administrativa, esa de romper lo nuestro con la naturalidad con que lo hace cualquiera con lo ajeno.
     Después de este paisaje ministerial viene el de los ministros sin cartera, pero de esos hablaremos otro día.




BRANKIA” Y LOS PECES DE COLORES


        Cronología de la ruina: "Mariano, déjame la entidad un rato"'. "No Rodrigo, que la “Espe” no quiere". "¡Jo!, ¡déjamela, que no le hago nada! “Vale, te la dejo, pero ojo…”. Meses después Bankia es intervenida y el suplicante cesado. En el despacho de Rajoy se oye a una tronante Aguirre: "Entérate, me molaba más mi Caja Madrid que la Bankia de Rodrigo”. Precedido de un: “Eso, eso…”. El relato podía ser ese, puro teatro, manifiesta teatralidad, pero lo cierto es que no fue el rato que se la dejaron a Rodrigo el motivo de la quiebra de Bankia, sino la mala gestión de la mano tonta del pueblo, los políticos, que en unos pocos años han convertido las dignas y sociales cajas de piedad en indignos ataúdes de despilfarro y usura, enterrando con ellas algo más que cientos de millones de euros, que no es poco. Me refiero a la esperanza del ciudadano medio, y cuando digo medio hablo de esos que aún conservan una porción de anatomía económica capaz de mantenerlos a salvo de la bancarrota, y cuando nombro la esperanza aludo a la que aún albergamos muchos de ver un día gobernado el país desde las instituciones democráticas del estado.
        La nacionalización se revela cada día con más fuerza como la peor de las soluciones posibles, sin que ello suponga motivo de alegría sino la mera constatación de un fracaso que nos atañe a todos. Por eso que no te vengan con el cuento de “Brankia y los peces de colores”, porque esos, los somos todos.