lunes, 11 de agosto de 2014

HERENCIA Y VERGÜENZA



      Han sido muchos los días de exilio y clandestinidad para que no se me quebrase el ánimo y me asaltase la duda.
      En ese tiempo volvía a casa por Navidad, de vez en vez en verano o para asistir a algún que otro evento familiar.
      El ir y venir era siempre una odisea, mal escondida buscando burlar las turbias luces de las fronteras, temiendo siempre ser descubierta.
     Pero qué importaba, era aún la orgullosa herencia del “avi”. Una caridad sin beneficencia que trabajaba en el extranjero en favor de la familia y en protesta por el injusto colonialismo español. Hice de todo, aún lo hago: fondos de inversión, inversiones sin fondo, fondos buitres, bolsa… Un no parar.
      Todo iba como la seda entre nosotros hasta que un estremecimiento sentimental me llevó a insinuarle al “hereu” que podía invertirme en bonos patrióticos. “¡Ni pensarlo!, gritó. Eso no es para ti. Tú eres una apátrida”. Yo solo quería ser útil a la causa, la suya.
       Y ahora, esto, el temor de que pudiera no ser la herencia del yayo sino la miserable rapiña de la comisión. Eso explicaría el constante ir sin venir. El engordar sin trabajar. El recibir sin dar. La sospecha al fin de ser el criminal producto de la extorsión al empresario, arrancado luego a tiras de la piel del obrero, de la calidad de los materiales de la obra, de la falta de vigilancia… Podredumbre.
       Es duro imaginarlo, humillante, diría, y es que una tiene su corazoncito, el que se ve le falta a la familia.