En un principio fue la usura, de ella nacieron los bancos, a fin de dignificarla confiriéndole aires de virtud. Poniendo el énfasis en el importante papel que desempeñan como elementos dinamizadores del sistema económico. En este proceso de sacralización excluyeron de sus planes estratégicos a todos aquellos ciudadanos menos pudientes, la mayoría. Dirigiendo su acción hacia los sectores sociales que pese a su carácter minoritario atesoraban la mayor parte de las riquezas del país. De ese desamparo fueron testigos las distinguidas sucursales, a ellas se les encomendó hacerles saber a esas gentes que aquel no era lugar para pobres, mostrándoles sin cuidado alguno que su presencia allí resultaba sino grosera, si inadecuada. Condenándolos a seguir en las manos de prestamistas o recurrir a los Montes de Piedad, donde obtener financiación a través de una suerte de mal trueque llamado empeño.
Estas entidades fueron derivando con el paso del tiempo en cajas de ahorro, una vez que las familias tuvieron la oportunidad de salir de la economía de subsistencia en que vivían para pasar a gestionar su hambre en aras del ahorro, es decir, que pudieron elegir privarse, como siempre, pero ahora por voluntad propia a fin sanear y asegurar sus maltrechas haciendas.
Ahorro humilde y disperso que necesitaba de una infraestructura adecuada para ser debidamente rentabilizado, la que le brindaron las cajas. Ellas fueron las encargadas de gestionarlo, y lo hicieron, al menos inicialmente, con un fuerte contenido social. Promocionando viviendas para familias con escasos recursos, otorgándoles becas, concediéndoles préstamos, repartiendo premios…, haciendo, en fin, realidad los humildes sueños de tan humildes ahorradores.
Pero el dinero termina por mancharlo todo, eso sí, con tal limpieza que no puedes observar el proceso sino como un avance, que en este caso se exteriorizó en el estilismo de sus oficinas en la nítida voluntad de irse asemejando a las de los bancos. Igualdad que se fue trasladando a su andadura financiera, comenzando a competir con ellos, y lo que es peor, a comportarse como ellos. Momento en el que se dio el segundo paso visible en esa dirección, y es que en una diestra maniobra sustrajeron su faz social de su medio natural, la calle, para encerrarla en lujosos edificios donde se realizan actos culturales de un contenido altamente elitista.
A la fatal deriva vino a ponerle el broche del desconsuelo el hecho de que sus directivas fuesen abordadas por los clanes políticos locales y autonómicos, que vieron en ellas una fuente inagotable de recursos y de posibilidades para sus malabarismos electorales. En este infausto festín se fueron extraviando todas ellas en un proceso de desgobierno que a la que no quebró la puso en peligro de hacerlo.
Ante este descalabro el gobierno central ha ordenando, como primera medida, su reducción por la vía de las fusiones. Para a continuación ultimarlas imponiéndoles un plazo relativamente corto para que o bien se constituyan en bancos o bien saneen sus cuentas, bajo la amenaza de ser intervenidas, es decir, controladas por representantes del gobierno. En una palabra, que se le va a dar por solución aquello que las llevó a la crítica situación en que se hallan.
La idea que subyace, entiendo, es que en estos tiempos en los que por desgracia falta el trabajo y los salarios son del tamaño exacto del hambre, me refiero a la necesidades básicas de individuos y familias, estas entidades desaparezcan para que los pobres se vean en la necesidad de acudir a prestamistas y Montes de Piedad, o casas de empeño, o de venta de oro, donde se les va a dar crédito en función del valor que tengan los objetos que allí vendan o dejen en depósito.
De ese modo el sistema bancario se hallará a salvo de menesterosos y pedigüeños, más conocidos en los EE.UU con el acrónimo de NINJA (no trabajo, no ingreso, ningún activo). Individuos a los que ilustres economistas han responsabilizado de la crisis. A alguno de ellos, como es el caso de Leopoldo Abadía, la acusación no sólo le fue jaleada con entusiasmo, hasta por los aludidos, sin que le reporto fama y dinero. Pese a que no evidencia si no una obviedad, pues entra dentro de toda lógica que no pueda cumplir con el contrato aquel que habiéndolo firmado estando trabajando, tiene que hacerle frente habiéndolo perdido y viéndose en la calle sin ingreso alguno y sin otro activo que su deuda. Mostrándose más cínico al razonar que las verdaderas víctimas fueron las entidades de crédito, pese a que fueron ellas quienes le valoraron el bien, a expensas de éste, ellas quienes pusieron las normas y ellas quienes en cuanto surgieron los problemas cortaron los créditos a familias y empresas. En fin, que el Señor Abadía, se limitó a pronunciar en alto lo visible, a la par que pretendía ayudarnos a visualizar lo invisible. Eso sí, con notable descaro, de ahí su fama.
Y con este descenso de las clases bajas a su lugar natural entre prestamistas de pésima calaña y casas de empeño de mala fama, se cierra el ciclo cosmogónico de la usura, dando por buena la Nietzscheana teoría del eterno retorno.