El pasado día 15 se celebraron manifestaciones en distintas ciudades de España convocadas por una iniciativa ciudadana que se hace llamar “Democracia Real Ya”, a fin de mostrar el creciente grado de indignación de importantes sectores sociales ante el negro panorama político, social y económico en que nos hallamos sumidos.
Al margen de algunas dudas y consideraciones sobre si la democracia puede y debe llegar a ser real, no en vano no es en esencia sino un mero ideal, una idea, un proyecto social que busca actuar sobre la realidad sin dejar de ser la desnuda expresión de nuestra voluntad. Ámbito este en el que entiendo que debe permanecer para así poder seguir siendo un espacio de posibilidad capaz de conciliar el mayor número de voluntades. Y también sobre si se puede exigir en un ¡Ya!, a día de hoy imposible, y quizá siempre, porque la inmediatez entraña un peligro real de abandono de la senda de la razón, y lo que es aún más importante, de la de los demás. No obstante, al margen de lo meramente formal, y retomando lo sustancial afirmo que hemos de coincidir en que la sola frase que ilustra la cabecera de su página y de las manifestaciones y que dice: “No somos mercancía en manos de políticos y banqueros” bien vale algo más que un aplauso. Y lo vale en la medida en que denuncia una realidad digna de ser exigida, ésta sí, en el acto, es más, antes aún, ya que nace de un derecho que no alcanzan a negar o afirmar ninguna de nuestras teorías sociales, sean ideológicas, sociológicas, filosóficas, teológicas o económicas, pues es él, el hombre, quien las afirma y confirma, me refiero a ese derecho que lo ilumina en plenitud de esos otros que le son inherentes.
Efectivamente, no somos mercancía, somos hombres, y en esa condición debemos exigirnos respetar y ser respetados. La obviedad de la demanda no le resta valor, porque no se sustenta sobre una falacia, sino que denuncia una verdad no por aterradora irreal, sino real, la que aqueja a esta humanidad que en vez de abolir y desterrar el criminal mercantilismo que nos ha llevado a esclavizar hombres y esquilmar recursos durante cientos de años, se ha limitado a crear una colosal coartada intelectual capaz de justificarla dotándola de un discurso, es decir, racionalizándola. Con la innegable intención de hacerla no sólo asumible en el presente y también en la proyección de éste sobre el futuro, sino que se constituya en ellos.
A este bastardo proceso de fraternidad manufacturera es a lo que hemos llegado tras la infame peripecia, consiguiendo que la raza de lo rentable sea la única respetable. Esa brutalidad es, en definitiva, la que ha venido a sustituir a un mundo de desigualdades perfectamente orquestadas al sólo objeto de facilitar el saqueo y propiciar los más despiadados abusos, para integrarlos en plenitud de derechos en este nuevo mundo de lo rentable en el que todo latrocinio es lícito y plausible.
A día de hoy podemos sentenciar que la raza blanca, la raza del predominio, de la depredación y la tiranía, tiene el color del dinero, no importa pues de qué color seas, y hasta que tenga color, lo que importa es que seas susceptible de producir beneficios.
De todos modos no debemos olvidar que la esclavitud no viene de la mano de unos seres abyectos, sino de una mirada abyecta del mundo, de la que participamos, en mayor o menor medida, todos. Unos lo hacen para conseguir astronómicas fortunas, otros para preservar pírricas limosnas, qué más da, el espíritu es el mismo, la traición idéntica. Debemos, por tanto, despertar en nosotros esa conciencia, la de la culpa, y dejar de profundizar en la facilona salida de culpabilizar a los demás. Sólo desde esa conciencia podremos alcanzar a distinguir de verdad entre el producto y el productor, entre la rentabilidad y lo rentable, entre la mercancía y el hombre.
Se impone revisar el sistema racionalizando el consumo y la producción, y lo que no es menos importante, dotándonos de un plan de redistribución de la riqueza basado en un sistema más equitativo, que nos permita mantenernos socialmente en una horizontalidad igualitaria y no en esa elitista verticalidad que acaba en su vértigo con cualquier esperanza de no terminar por perdernos de vista.
Lo que nos ocurre no obedece a la casualidad, ni mucho menos, sino a una causalidad perfectamente planificada y definida, académica, diría, sin temor a equivocarme, que nos prepara para ser exactamente eso que denunciamos.
La convocatoria me lleva a imaginar que por fin comenzamos a entender que al igual que la rebeldía es nuestro primer y más elemental derecho, la responsabilidad es la más esencial de nuestras obligaciones. De ahí que no baste tomar la calle para mostrarse indignados con una clase política que mal que nos pese no es sino el fiel reflejo del pueblo que la elige, sino para retomarnos en esa idea de cambio honesto que ha de nacer en cada uno de nosotros para ser luego el de todos, y por el que vamos a caminar hacia un estadio de compromiso que han de alumbrar sin duda una nueva generación de gobiernos y una nueva manera de gobernar.
Este es sólo un primer paso, lo sé, pero necesario sin duda para ponernos por fin en el camino de reivindicarnos como algo más que objetos, como sujetos en plenitud de derechos y obligaciones. Y lo que es más importante aún, en disposición de exigirlos y cumplirlos.
La idea que habita hoy el insaciable posibilismo de banqueros, políticos y mercaderes es que somos incapaces de reaccionar en defensa de aquellos avances sociales que nos hicieron soñar un día con un mundo más justo y cabal.