Bildu, la nueva y legal cara de la vieja e ilegal Batasuna ha conseguido un importante éxito electoral, circunstancia que ha merecido infinidad de análisis y valoraciones que dejarían perplejo hasta al más desvergonzado si lo hubiese, entiéndaseme, creo que en este trágico asunto se ha ido más allá de tan liviano calificativo. Y es que hemos tenido que asistir, entre otros, al bochornoso espectáculo de ver como aquellos que clamaban por su legalización se muestran ahora preocupados por su proceder, negándose a entregar datos sobre sus vidas y haciendas allí donde ellos gobiernan. Cautela difícil de explicar porque si el acto de legalizarlos se les antojaba exquisita la trayectoria democrática de sus integrantes e intolerable el que fuesen apartados de la vida política, cómo es posible que teman ahora que puedan hacer un uso delictivo de esa información.
Sobre esta indignidad se podrían narrar innumerables anécdotas de ese mismo calibre, pero no es esa la cuestión a dilucidar, sino profundizar en una interpretación más con la que intentar entender y explicar el auge de tan discutible organización lejos de sus correligionarios.
Comenzaré por un hecho que se nos escapa o que buscamos hacer escapar de nuestra realidad política, seguramente por indigno e intolerable, y es el de negarnos a reconocer abiertamente que la sociedad vasca no es una sociedad libre en cuanto que sus derechos y libertades se hallan tutelados, sería más adecuado decir, tuteados por el terror. Concretamente en este momento los tienen embargados por la tregua permanente que la organización ETA ha tenido a bien declarar en beneficio de su estrategia política. Condenando a todos esos ciudadanos que no piensan como ellos a tener que expresarse en tan precaria situación. Y es que su recuerdo pasado y presente se halla firmemente anclado al pavor que la banda ha ido inoculando en sus vidas, no es por ello descabellado deducir que su proceder sigue los dictados de ese estado criminal que les ha gobernando sino de derecho sí de hecho.
Un estado de carácter mafioso capaz de asesinarlos, coaccionarlos y extorsiónalos a ellos y a sus representantes y sentarse luego a negociar con el gobierno que representa a ese Estado que desde la legitimidad democrática que ostenta tiene la inexcusable e ineludible obligación de defenderlos. Ante esa anómala situación que se corona con la legalización del que era señalado como su brazo político qué valentía cabe que no sea esconderse y apoyarlos por comprobar por enésima vez si así se les conforma.
En un segundo plano nos encontramos con lo que yo llamo la deuda con ETA, me refiero a la que contrajeron importantes sectores de esa sociedad con ella cuando en su indolencia la alentaron y animaron.
Aún hoy suenan en las cabezas de muchos militantes de ETA los gritos de: “ETA más metralletas” y “ETA mátalos”. Cómo no van a sonar, como suenan las de algún que otro lehendakari llamándoles “soldados vascos”. Voces y palabras que no son ecos de su demente ensoñación autoritaria, sino que fueron gritadas, escritas y pronunciadas. Circunstancia que si no los legítima si les sirve en su perversa concepción de los derechos y libertades para exigirles pleitesía.
No obstante, cabe reflexionar sobre el innegable hecho de que si las razones que los movían a apoyarlos eran tan sólidas por qué no salieron con ellos a la calle a reivindicarlas, es más, a exigirlas con el rigor y compromiso que demanda su consecución. Por qué dejaron esa grave responsabilidad en sus manos, esa, digo, que les obligaba tanto para estar con ellos como para decirles valientes que no iban a permitirles que se adueñasen de sus voluntades. En fin, que no hicieron lo que debían en un asunto tan trágico y terrible y eso los sume en un marasmo de culpabilidad y miedo del que no aciertan a salir sino es por la vía de seguir alimentándolos en la vana esperanza de que sea el cansancio de la espera quien les degaste hasta el extremo de hacerles desistir de su proyecto totalitario.
Cabría preguntarse si en el caso de que ETA se hubiese disuelto tendrían los mismos resultados. Y si aún teniéndolos soportarían los miembros de esta organización política un descalabro electoral como consecuencia de una mala gestión o el lógico desgaste en las tareas de gobierno. Es más, si de verdad serían capaces de prescindir de ETA para confrontar en igualdad de condiciones con los demás partidos políticos. Pero esa es una ingenuidad a la que me niego mientras ETA siga ordenando el paisaje social y político de esta sociedad. Y es que al margen de deudos y deudores existe una mayoría ajena a esa infame cobardía y también a ese abyecto compromiso. Hombres y mujeres a los que en atención a su sufrimiento y valentía les debemos más allá de nuestra capacidad de pago tanto en lo económico como en lo afectivo. Un grupo social que no merece el insulto de buscar justificar está ignominiosa veleidad política de premiar a sus verdugos en aras de una nueva memoria, la del olvido. La de olvidar en la absurda idea de hacer posible una democracia a la que al menos en la apariencia de la acción política sólo parece ofender y devaluar el trato dispensado al fallecido dictador durante la transición y el maltrato sufrido por las víctimas de aquella guerra fratricida y la posterior represión del régimen. Justa reivindicación de dignidad, justicia y memoria que no parece compatible con el hecho de comprobar cómo en ese mismo sentido ético puede ésta crecer y fortalecerse buscando integrar en su seno el terror de ETA. Aunque ello suponga humillar a sus víctimas, orillándolas e incluso criminalizándolas. Olvidando que en el caso de éstas la responsabilidad de defenderlas y honrarlas recae directamente sobre ella y su conciencia y no sobre la de ningún tiranillo de tres al cuarto.
Ante la gravedad de lo sucedido no cabe sino concluir afirmando, que anormal resulta todo en estas horas de normalidad democrática.