La luminosa tarde de agosto me permitió visualizar en la distancia un Santiago desconocido, blanco y luminoso, más próximo a un pueblo de cal del Sur que al gris farallón de piedra y bruma que es.
Brillaba Compostela arrebatada de luz bajo la camelia estremecida de su honda sombra, pétalo, piedra y lluvia en quehaceres del alma.
Sobre la ladera del monte Gaiás, destellaba la descarnada osamenta de un animal intemporal, el de la soberbia del gobernante, que no pudiendo inaugurar la culta ciudad optó por construir la Ciudad de la Cultura. Catedral laica que en tan bárbaro afán semeja haber fagocitado la urbe, para ejercer de ella y también de esa urbanidad que es la cultura, religión de la razón que nos ha permitido construir un dios más allá de nuestra imagen y semejanza, un dios con el que hacer sombra al de la sinrazón en la fe. Esa “agri-cultura” que habla y se aprovecha de la fragilidad del ser y lo incierto del estar.
En el Santiago sin dimensión en lo terrenal ni orientación en lo espiritual, la catedral sangra las calles, de algún modo lo irracional de su naturaleza le permite derramarse lenta sobre la pulida piedra y el frágil decorado del orvallo. Es una ser vivo, alienta piedra y niebla en el soplo grave de su inmensa belleza.
Arriba, el antediluviano ser yace fenecido y se pudre en sus entrañas la ciudad que urdió la megalómana voluntad de esos hombres que pierden el norte hasta en los luminosos días del sur.