Los hijos gozaron siempre de unos padres indiscutibles en el ámbito de las naturales filias y fobias a que aboca irremediablemente el proceso educativo, y los padres conscientes de esa responsabilidad se atuvieron a ella. Hoy los padres hemos trasladado ese compromiso a elementos externos: ordenadores, teléfonos móviles, televisores, videojuegos… Prestigiando algunos de tal modo que hemos llegado intuir en ellos un instrumento capaz de reemplazarnos en determinados aspectos formativos. De ese modo los hijos se han visto entregados a un mundo digital y abigarrado que les impide desarrollarse en lo individual y en lo colectivo, especialmente en el acto de detectar y denunciar carencias esenciales: solidaridad, tolerancia, amistad, responsabilidad…Es más, su contumacia en lo digital les lleva a relegar a un segundo plano ese mundo más próximo a lo analógico en el que se mueven los sentimientos.
En esa confianza, pones un día atención a lo que dice tu hijo, no sobre sus artilugios sino sobre los trastos de la vida, y descubres con horror que su pensamiento anda extraviado, cuando mejor, en la noche de los tiempos. En una palabra, que es: machista, sexista, racista, xenófobo y puede que hasta fascista. Cuando tú lo creías solidario, respetuoso con los de otro sexo, tolerante y amante de la libertad. Es entonces cuando entiendes que debiste reparar antes en él y menos en su capital electrónico. Que la fe que pusiste en esas maquinas la debiste invertir en él, en la conciencia de que la tecnología no es educativa sino demostrativa, que ella no dispensa conocimiento, que sólo lo evidencia, que no exige reflexión ni contraste, que no es en definitiva sino una herramienta más en la labor del aprendizaje.
Es a los padres y no al ordenador a quienes les corresponde, en primer plano y con la colaboración de los profesores, ordenar el modelo educativo de sus hijos.
Hoy en día, padres e hijos, nos hallamos extraviados en un mundo en el que todo parece encontrarse a golpe de tecla. Nos preguntamos por ello: para qué entonces los libros, las enciclopedias, los diccionarios, para qué las bibliotecas, si todo está en la red, si a todo tienes acceso a través de ella. Olvidando que los anaqueles vacios son bocas que presagian ausencias terribles que se abren paso en nuestras casas denunciando profundas y gravísimas carencias. La falta de libros desliga al niño de la necesidad de leer, de la cálida sensación de acariciarlos, de sostenerlos entre las manos, de poder abrirlos y cerrarlos a nuestro antojo y dejando una marca allí donde pretendemos continuarlos.
Nuestros hijos están forjados de la misma materia que nosotros y la de aquellos que a nosotros precedieron, en su ánimo bullen las mismas grandezas y miserias. De ellas se nutre, por tanto, el apetito a que les aboca el instinto, y de no encontrar reflejo en nuestras acciones y palabras se verán empujados a la depredación más devastadora.
Educar a un hijo es una tarea dura y áspera en el fondo y en la forma, no en vano en él te ves reflejado en un esfuerzo del que sospechas que no siempre te mereció la pena. Dice el poeta J. Ángel Valente: “Fui inútilmente aderezado para una ceremonia a la que nunca iba a asistir”. En muchos casos es ciertamente así, pero si no lo fuese habríamos sido capaces de distinguir las vibraciones del alma, podríamos exacerbar los sentidos hasta el extremo de la emoción, o seríamos seres sin capacidad de sentir ni el espíritu ni el intelecto, seres básicos en lo más íntimo, capaces de relacionarse con las máquinas e incapaces de relacionarse con los demás seres humanos, con los que de verdad esperan de nosotros algo que vaya más allá de la mera utilidad.
La educación guarda en sí misma un secreto milenario, el de la disciplina, el de la ejercitación de las potencias que marcan nuestras singularidades y las hacen de verdad auténticas. Pues si no mediase entre nosotros un modelo educativo capaz de ir más allá de lo meramente natural o institucional, un método nacido de la viva experiencia de un hombre y una mujer concreta, no habría entre nosotros más diferencias que la mera fortaleza física y la sagacidad innata. Seríamos clones de dispar geografía anatómica. Seres incapaces de obrar conforme a unos principios elementales entorno a los que posteriormente se tejen y destejen los lazos de convivencia, al hacer de nosotros además de singulares dispares en el entendimiento de la vida y sus herramientas.
Nuestros hijos nos son maquinas ni esperan de nosotros más sofisticados instrumentos, ellos buscan en nosotros un tosco modelo sobre el que esculpir el suyo, la contumacia de un ejemplo sobre el que ejemplarizar ellos, el turbio presagio, en definitiva, de un contraste que les permita contemplarse y reconocerse más allá de las cosas con que los ignoramos y de las otras cosas con que nos apremia la vida.
José Romero P.Seguín.
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En muchos hogares la dificultad es "estar". Un sociólogo recordaba que la transmisión de valores la ha llevado a cabo tradicionalmente la mujer. Decía: "la mujer ha salido de casa y el hombre no ha entrado". Y añadía: "llegan a casa y el padre no está y la madre no está, pero está internet, está el Messenger". Simplificaciones exageradas, tal vez. Pero con un fondo de verdad que obliga a pensar.
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo con el razonamiento, al salir la mujer y no entrar el hombre hemos dejado a nuestros hijos a merced de las máquinas.
ResponderEliminarGracias por tu comentario.
Recibe un fraternal saludo.
comparto el razonamiento, si esta en casa es igual no se atreven ha comunicarse ya que`el niño esta necesitando que se acerque, hazlo ahora! no dejes que el ambiente destruya la inoncencia.
ResponderEliminarsaludos.