El aborto es una tragedia representada en clave de comedia por un grupo de cínicos en el empeño de utilizar y confundir todo en su favor.
El aborto como solución hunde sus raíces en la más rancia de las hipocresías, en el más lerdo de los prejuicios. Infamias de sociedades en las que los padres ponían su honra en los hímenes de sus hijas, mientras jaleaban el instinto “cazavirgos” de sus hijos.
Mujeres condenadas al ostracismo cuando no al exilio. Reprobadas en lo ético y criminalizadas en lo social. A las que no se les dejaba otro camino que el de abortar para no tener que soportar, no al hijo, sino a sus familias y vecinos. Sólo así podían borrar el estigma aún a riesgo de perecer o ser encarceladas.
A día de hoy el aborto se ha convertido en mercancía política, como todo o casi todo. Porque para él si tienen solución, legislar sobre lo legislado. De ahí esa premura en resucitar el debate, en incendiar la opinión y opinar encendidos. De hacer citas y citarse buscando la brillantez y eficacia que en otras tareas les falta.
No es cuestión de derechos sino de responsabilidades, la de la madre que ha de tomar esa decisión en el legítimo uso de su libertad ejercida dentro de ese elemental principio. La historia sentimental de las madres las avala: por qué desconfiar de ellas.
Pronto le tocará turno a la eutanasia, porque después de atender a los que están por venir lo que mejor se les da es hacerlo con los que van de regreso.