La heráldica marca la gesta heroica de una estirpe, trazando el mapa de una memoria casi indestructible por su capacidad de trascender, de grabarse a fuego y sangre en las paredes en favor de un simbolismo cuajado de arcanos difíciles de descifrar. A partir de ahí la conducta de sus descendientes no hará perder al escudo el brillo que produce la fascinación del poder y la gloria, aún los más deplorables.
Sin embargo, los blasones de aquellos hombres y mujeres que nacieron a la vida por el túnel del esfuerzo y ya no lo abandonaron, que surcaron mares en busca de fortuna de la mano de una garlopa y un martillo, que cortaron caña de azúcar en Camagüey. Y regresaron un día derrotados, que no vencidos, y en prueba de esa fe se retomaron en la gleba de su patria, para ir tatuando sobre ella y su piel el escudo de sus apellidos. A esos, paradójicamente, parece que no les debemos memoria, la suya se torna frágil y quebradiza a poco de haber perdido su lugar en este mundo. Y todo lo que fueron, también su primoroso escudo de sangre y sudor, es vendido en sucia almoneda, como si no fuese nada, acaso una traza de roña que hay que lavar para sentirse de verdad libres y capaces. Obviando que lo poco o mucho que somos es por ellos y su ejemplo. Y que cuando nos deshacemos de sus pertenencias y malbaratamos su bienes no estamos sino haciéndolo con nosotros mismo, en el tránsito de la heráldica del humilde a la merma del miserable.
No es extraño que el trabajo abnegado de las madres no conozca blasón. Los escudos fueron diseñados para enaltecer el orgullo y la omnipresencia del poder. Pero la evolución es pendular y las gestas cambian de signo. Para quienes renegamos de mitos y leyendas, para quienes no atendemos a dioses y liturgias, el ejemplo del esfuerzo, entrega y humildad de las madres sin escudo representa la clave en la genealogía de la verdadera virtud.
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