A menudo me crecen los días
bajo los párpados.
Los cierro entonces con fuerza para asesinarlos
y hacerlos así de la medida
que realmente soporta mi corazón,
pero sólo consigo que palidezcan,
como palidecen las hierbas que crecen
privadas de la luz del sol.
Los ojos de mis tristes días
son abiertas tumbas
a las que caen silenciosas y fantasmales
miles de siluetas dormidas
de mí dormido alrededor.
Miro a uno y a otro lado indiferente,
busco nada, pero todo está lleno,
terriblemente lleno de objetos
que no quiero ver
pero que veo,
y a los que rehúyo
sin poder olvidar que están ahí,
que lo van a estar para siempre
al margen de mi voluntad
y para un fin que no alcanzo a comprender.
Y es que mis párpados
que debieran ser de piedra,
son sólo negros retales de un leve tul
que viste mis horas de un luto que no consuela
ni a los amaneceres tristes
ni a las que aún están por entristecer.
Pobres ojos, tumbas abiertas,
custodiadas por unos párpados
que no son siquiera escondites,
que son sólo etéreas sombras
que me permiten velar
esas tristes jornadas
que llenan de sombras mi corazón.
Y soñar, paradójica bendición,
soñar tanto, que a menudo,
me menguan las albas y crecen las penas,
las penas que son estas mis tristes fechas.
Jornadas del finito universo de mi corazón cansado,
en el que los párpados
son liviana tierra bajo la que germinan mis horas,
raquíticas y blanquecinas,
como la esperanza,
la esperanza de mi corazón dormido
al final de unos ojos,
donde descansan unos sobre otros,
los cadáveres de todos mis días.
∞