Ayer vi
–metáfora de este tiempo– a una gaviota devorando a una paloma, no a una
silueta de gaviota, lo aclaro porque esto no va de política, va de crueldad, de
voracidad. De algo más profundo que la
estupidez del político, la exquisitez del poeta o la lucidez del
pensador. Sería lógico concluir: de hambre. Pero, ¿era realmente hambre?, es
más, ¿se expresa el hambre con esa fiereza?, pues no satisfecha con matar a la
paloma y comenzar a devorarla aún viva la fue despedazando y guardando bajo sus
garras con codicia de avaro. Pudo ser, es cierto, la fuerza del instinto, ese
quehacer que marca la impiedad de limitarse a ejecutar lo aprendido.
No obstante, por
qué gastarse en arduos razonamientos si podemos achacar su conducta a ese cajón
de sastre a donde va a parar todo suceso no previsto ni fácilmente explicable:
“el cambio climático” y en otros casos la condición humana o la fuerza de la
costumbre. La abstracción sino explica si conforma y conforta. Pero lo cierto
es que no lejos de aquí respira en hediondas mareas un mar de basura, el de
SOGAMA, en él nacen y mueren miles de gaviotas que olvidadas del arte de volar
desconocen los translúcido océanos de los peces y las lunas. Quizás esta
gaviota era una embrutecida hija de ese infernal lodazal, que extraviada en esta
ciudad espejo que refleja la limpia Ría de Arousa, equivocó a la paloma con su
rata de cada día y a la piedad con la rabia de todos sus pestilentes días.